http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2002.80.2109

Libros

 

Graciela Iturbide 55, Cuauhtémoc Medina

 

por Deborah Dorotinsky

 

Londres, Phaidon Press Limited, 2001

 

La editorial inglesa Phaidon, en su serie "55", se ha dedicado a circular una versión popular de la obra de los fotógrafos más destacados alrededor del globo, unida a textos de los historiadores y críticos del arte igualmente conocidos. De nuestras luminarias mexicanas sólo la obra de Manuel Álvarez Bravo y la de Graciela Iturbide han recibido hasta ahora ese canal de divulgación internacional. El número sobre la fotógrafa mexicana, con textos de Cuauhtémoc Medina, apareció en 2001.

Phaidon ha establecido un conjunto de lineamientos editoriales muy estrictos para esta serie de libros. Cada uno cuenta exactamente con 55 fotografías. Llevan en sus primeras páginas un ensayo biográfico sobre el o la artista, seguido por las fotografías organizadas cronológicamente del lado derecho y textos que las explican colocados del lado izquierdo. Los libros terminan con un breve currículum del artista y en la última página una explicación sobre la serie y unas cuantas líneas sobre el fotógrafo y quien escribe los textos.

En el libro que nos interesa, las imágenes producidas por Graciela Iturbide van de 1978 hasta 1999. Entre ellas se encuentra quizá su fotografía más reconocida, La señora de las iguanas, obligada para un público extranjero (europeo y estadunidense sobre todo) que puede identificar esta imagen, como identificaría la Parábola óptica de Manuel Álvarez Bravo. Sin embargo, hay otras imágenes menos conocidas y algunas que incluso no se habían publicado con anterioridad, como las fotografías en los museos de historia natural en las capitales del mundo occidental.

El tamaño pequeño y cuadrado de libro de bolsillo, y el costo relativamente económico del mismo, facilitan su circulación y venta.1 Phaidon ha acertado en la producción de esta serie por la forma en que ha convertido un conjunto de obras fotográficas y textos en pequeños objetos coleccionables. La edición es delicada, en papel de buena calidad, el diseño sobrio y la reproducción de las fotografías excelente. Debo confesar que la primera semana que lo estuve hojeando sentí una especie de placer teniéndolo entre mis manos, algo semejante a contemplar con cuidado una miniatura pintada en un cascarón de huevo, o una porcelana, una suerte de fetiche. Supongo que es a ese fetichismo, al pequeño o gran coleccionista que cualquiera lleva dentro, al que se dirige la serie. Pasado el momento inicial del encuentro y hojeando una y otra vez sus páginas, este libro en particular nos invita a una reflexión en torno a la relación que se construye entre la fotografía y sus textos. En este caso, no es el texto del título o el del pie de foto, sino el que se borda especialmente para intentar abrir la imagen fotográfica, en cierto modo decodificarla y ponerla un tanto al desnudo. El criterio editorial, preocupado quizás por una lectura más certera de cada imagen, de hecho reitera el contenido de las fotografías al incluir los textos explicativos. En el caso del libro de Iturbide, en el ensayo inicial Cuauhtémoc Medina realiza una muy lúcida y atinada crítica de la manera en que se ha considerado la obra de Graciela como etnográfica, y logra revalorarla de forma muy provocadora, aunque no escapa al problema del imaginario etnográfico, como yo quisiera mostrar aquí. Entre los aciertos de Medina en este texto está el resumen biográfico que hace de la fotógrafa: su origen en la clase media mexicana, la herencia de teatralidad y ritualidad que conserva de su educación temprana, la muerte de su hija menor y la manera en que ésta afectó su vida marcando su trabajo para siempre de modo muy peculiar, el contacto con Manuel Álvarez Bravo, el cine y el aprendizaje que la fotografía ha significado en la vida de la artista. En este ensayo, sin caer en sentimentalismos ni tampoco en loas innecesarias, Medina logra presentarnos a una persona de carne y hueso, que toma fotografías como una manera de comprender el mundo en el que vive y relacionarse con las personas que encuentra en su camino.

Este ensayo inicial interactúa con las imágenes de manera cooperativa, sin anclar o aprisionar demasiado las fotografías en una sola dirección. Pero, además del ensayo, los textos que comentan las imágenes por fuerza nos ponen a pensar en la posibilidad o imposibilidad de decodificarlas con acierto. Evidentemente, el libro está dirigido a un público internacional que no necesariamente sabría decodificar los signos y símbolos presentados en las fotografías. Los textos que las acompañan por el lado izquierdo juegan el papel de resumen y comentario cultural y social sobre el tema de cada una de ellas. Cuauhtémoc Medina ofrece así posibles puntos de entrada a los entramados simbólicos que la fotógrafa teje en sus imágenes. De México a la India, unidas por el tema común de los animales, Medina afirma que Graciela Iturbide no intenta hacer un comentario sociológico de las personas que fotografía, sino más bien hacernos meditar sobre la transitoriedad de la vida. Su misión es desmitificar en buena medida el trabajo de la artista.

Medina argumenta en contra de la clasificación de Graciela como fotógrafa antropológica, reaccionando en parte a la afirmación que hiciera, por ejemplo, Gerardo Estrada, en "Graciela Iturbide en la tradición fotográfica mexicana", texto que prologa el catálogo de Fotoseptiembre de la exposición realizada de su obra en el Museo del Palacio de Bellas Artes de septiembre a octubre de 1993.2 Estrada afirma desde el inicio de su ensayo:

Detrás de la obra fotográfica de Graciela Iturbide hay quien encuentra la mirada de una antropóloga. Graciela Iturbide es, por así decir, una "antropóloga cultural". Además de saber ver, entiende lo que ve y por ello sabe expresarlo. La realidad ante la que ella se sitúa, en la que ella está inmersa, es exaltada por la forma artística y así adquiere su verdadera dimensión.

El segundo texto del mencionado catálogo, escrito por Christian Cajoulle, propone la obra de Graciela casi como el equivalente visual del realismo mágico literario. Y Medina se dedicará a intentar demostrar como erróneas, en la apreciación de la obra de la fotógrafa, tanto la afirmación de Estrada como la de Cajoulle.

Medina comienza su texto con una estrategia muy clara y atinada: ubicar al lector en el contexto del conflicto de identidades que existe en los países latinoamericanos. Nuestra experiencia poscolonial, explica, está marcada no por la existencia de un alma milenaria, como sugirieron nacionalismos y exotismos de principios del siglo XX, sino por la diferencia y "la aventura de diálogos imposibles" que conocemos a finales del siglo XX. De manera bastante directa, entramos de lleno en el problema de la clasificación equívoca de la obra de Graciela Iturbide como de una "antropóloga innata".

Sin debatir qué se entiende claramente por el quehacer antropológico, pasado y presente, Medina logra detectar que uno de los problemas en la consideración del trabajo de esta fotógrafa es que está plantado justamente en el cruce de los temas políticos y culturales importantes, espacios de tensiones entre Occidente y sus márgenes culturales. Como de hecho la mayor parte de los sujetos en la obra de la fotógrafa son los "otros culturales", habrá que considerar su trabajo a la luz de otros trabajos que, aunque Medina no aborda, parece que los mantiene en su memoria mientras piensa en el de Graciela. Posiblemente parte del problema de su ensayo es justamente esta falta de precisión sobre lo que considera como antropológico, aunque se nota una comprensión más bien negativa del trabajo que hace la fotografía etnográfica.

Clasificar hoy día a una fotógrafa como Graciela de antropológica sería como afirmar que es racista. Esto no se debe a que los antropólogos hoy día lo sean, sino más bien al papel que la fotografía jugó en la historia de la antropología. El trabajo de la historia crítica de la antropología ha "puesto al desnudo" la persistencia de las ideologías positivistas y evolucionistas que la disciplina carga desde el siglo XIX.3 Entre las cosas que se han mostrado sobresalen las denuncias sobre el tipo de construcción ideológica implícita en la representación de los "otros culturales" dentro de la escritura etnográfica, y la fotografía como herramienta metodológica en la investigación de esta disciplina. Siendo instrumental en la documentación de la otredad, por su supuesto valor mimético o analógico, la fotografía en particular operó generalmente de acuerdo con las teorías evolucionistas, éstas sí de corte claramente racista. Medina reconoce este bagaje negativo que viene cargando la antropología decimonónica, e incluso la fotografía de este corte hasta finales de los años cincuenta en nuestro país (hay quien diría que incluso hasta más tarde), y es contra el que está mirando la obra de Graciela Iturbide. Está en lo cierto al tratar de separar el trabajo de esta fotógrafa del de los antropólogos, no sólo en intención, sino también en estilo. La fotografía antropológica, en su forma más burda, exponía de frente y perfil a sus sujetos retratados, contra fondos neutros y generalmente aislados de un contexto, inventariaba y apoyaba la construcción de un gran archivo de cuerpos y datos antropométricos (como la ficha policiaca o la ficha de registro de un sanatorio para enfermos mentales, o los registros de prostitutas que el mismo Medina trabajó en su momento). El trabajo de Graciela, finalmente, no se parece a estas imágenes. Incluso cuando trabajó para el ini realizando las fotografías del grupo Seri (1979, libro impreso en 1981), no está construyendo un índice etnológico-antropológico. Es una pena que por faltarle un animal a la imagen no hayan incluido la fotografía de esa serie que se llama Mujer ángel (aunque sí incluye Mujeres seri). Mujer ángel muestra a una mujer que camina de prisa, dándonos la espalda y alejándose de la cámara, cargando un radio con grabadora bastante grande.4 Ésta, más que otras, es paradigmática de lo que no es fotografía antropológica: el sujeto da la espalda a la cámara, ocultando sus rasgos faciales, se aleja. Además, el punctum de esta fotografía es el radiograbador, un implemento de tecnología occidental que temporaliza la imagen de la mujer india, cosa generalmente ausente en los registros fotográficos antropológicos hasta mediados del siglo XX. Otra estrategia de Graciela Iturbide que refuta la clasificación de su obra como antropológica es la obstrucción de los rostros de sus sujetos con los animales; lo hace en Mujer cangrejo, 1985 (p. 43); El gallo, 1986 (p. 47); Mujer toro, 1987 (p. 53); Doña Guadalupe, 1988 (p. 57, aquí la mujer tiene un antifaz); el desnudo de Alejandra, 1995 (p. 93); el retrato de su hijo el arquitecto Mauricio Rocha, 1996 (p. 95), y el del pintor Francisco Toledo, 1997 (p. 101), e incluso en el retrato que le hace su hijo en 1999 y en su autorretrato de 1989 (p. 65). A nivel de un lenguaje formal, Graciela no echa mano por completo de los cánones de una fotografía científica, fisonomista, ni los repite; por el contrario, los subvierte (por lo menos éste es el caso en la selección que Graciela Iturbide y Cuauhtémoc Medina hicieron para Phaidon). Esta subversión es apreciable incluso cuando los sujetos están de frente o de perfil, ya que o están fuera de foco o "movidos", como la mujer en Los pollos, 1979 (p. 25), que pasa de prisa delante de una pared salpicada, enfatizando el movimiento y resaltando la cualidad casi de expresionismo abstracto de la pared del fondo (que sí está enfocada), o en María Félix (1979), donde el foco de atención no es el rostro sonriente de esta mujer que se encuentra bastante oculto por las sombras, sino el cuadrado que se forma al centro de la imagen entre las verticales de su cuerpo, la sombra del bote que está en el agua a su derecha y las horizontales de la sombra de María y la línea que divide al mar del cielo; cuadrado inconcluso que nuestra mirada termina por cerrar. O, finalmente, por las múltiples fotografías de fragmentos de cuerpos y escenas cotidianas en el mercado de Juchitán, aquí sí con esa óptica moderna de ángulos extraños y ediciones obtusas, como en Mercado de Juchitán I, de 1984 (p. 35), con la escena prácticamente dividida intencionalmente en dos registros separados por una raya en el pavimento: el superior, con las iguanas oscuras sobre el suelo, contrasta con el inferior, donde un pie femenino, calzado con sandalia de tacón, está a punto de despegarse del suelo por debajo de una falda blanca en la esquina inferior izquierda, la toma hecha en un picado incómodo. Estas composiciones aleatorias de símbolos, como afirma Medina, parecen narrativas abstractas.

Sin embargo, tomemos la fotografía de la Señora de las iguanas, que aparece en la portada del libro y en la página 23. Ésta sí mantiene una fuerte asociación con el tipo de imágenes indigenistas producidas hasta los años cincuenta: el aislamiento del sujeto en el primer plano, el ángulo contrapicado que dignifica y agranda, el fondo neutro para evitar distracciones.5 Yo considero que el problema no es realmente en qué grado la obra es o no antropológica, sino que lo que en ella hay de antropológico nos habla más bien de un inconsciente óptico indigenista de las clases medias de nuestro país. Lo que es cierto es que no se ha hecho un estudio crítico y reflexivo sobre la medida en la que, a través del siglo XX, el repertorio fotográfico indigenista fue consolidando un cierto "modo de ver" al mundo indígena, matizándolo en cada década. Lo que hace Graciela Iturbide en su obra no es hablar de los otros, sino reflexionar sobre su manera personal de interactuar y visualizar esa diferencia. En buena medida, al no poder hacerse esa separación contundente entre "las buenas" y "las malas" imágenes antropológicas (ni en la práctica fotográfica ni en la crítica de la fotografía), lo que sí se logra es destacar la importancia que la antropología ha tenido, históricamente, en la construcción de identidades en nuestro país. Considero que es justamente este inconsciente óptico lo que hace que uno no pueda definir con claridad el carácter de la obra de Iturbide, atrayente, poderosa, irremediablemente cerca de nuestro corazón. Es la insistencia sobre el asunto de la diversidad, abordada por esta fotógrafa desde su perspectiva personal, pero también inserta dentro de un contexto cultural más amplio, lo que hace que uno no pueda resolverse en uno u otro sentido respecto a su obra.

Por esto mismo, en algunos comentarios Medina pareciera regresar sobre la idea de una mirada casi etnográfica. Al comentar la fotografía María Félix, 1979 (p. 30), llama a Graciela una "observadora participante"6 por esa manera que tiene de interrelacionarse con los personajes de sus fotografías. Quizás tendría que ver más con la antropología posmoderna llamada en ocasiones "dialógica" (dialogical), por esa estrategia de hacer presente la voz del otro en el relato etnográfico. Ese diálogo es parte de la complicidad que con sus modelos entabla Iturbide, quien, a diferencia del antropólogo, no está preocupada por mantener una distancia objetiva de sus sujetos de estudio. No hay nada de distancia objetiva en sus imágenes (ni tampoco se estudia a los sujetos), sino justamente la articulación de ese encuentro intercultural, personal, intersubjetivo, a veces intimista, que nos enfrenta con la "ilusión" de cercanía que la fotografía ofrece. Ver, entonces, no es lo mismo que conocer, y mucho menos que entender. Además, en ocasiones pasa con las imágenes de Graciela que parecen ser un fragmento no del tiempo congelado, el espacio editado, de momento decisivo, sino de una construcción emocional compleja previa a la toma, si algo como lo pre-indicial pudiese existir.

Pero, ¿por qué defiende Cuauhtémoc Medina a la obra de Graciela de su catalogación como analogía visual del realismo mágico literario? Si sus fotografías son consideradas por algunos autores como un equivalente visual del realismo mágico literario, esto se debe en gran medida, afirma Medina, al exotismo con el que el Occidente mira la vida indígena. Ya no un prejuicio netamente racista, sino una fantasía melancólica. Así, de una mirada científica taxonómica, ahora volvemos la mirada para comparar sus fotografías contra el caudal de imágenes folkloristas y esteticistas de los indios de México tomadas a lo largo del siglo XX, que, valiéndose de un muy acotado repertorio simbólico, han intentado entregarnos una visión mágica e idealizada de lo indio: arquetipos primitivos. Un proyecto igualmente deplorable que el científico, el del exotismo simbólico que, aunque con algunos méritos formales, es también ideológicamente cuestionable.

Bien establecidas las distancias con las "malas imágenes" antropológicas, esos recuerdos visuales de un pasado occidental políticamente muy cuestionable, salvadas las diferencias (y reafirmadas) con el exotismo del realismo mágico, la obra de Graciela es entonces defendida más como una especie de antropoesía que rescata lo que Lorna Scott escribiera sobre ella y sus fotografías en un número de Poliéster.7 Es curioso que, al igual que en otros tiempos se comparó a la pintura y a la poesía, ahora esa vieja metáfora regresa en la forma de una poesía humana convertida en imagen fotográfica. ¿Qué quiere decir que las fotografías de Graciela sean poéticas (lo son, pero son más que eso)? En ese sentido, Medina pone la cuchara en la boca del público extranjero y lo alimenta de una suerte de "nuevo-exotismo", uno poético ahora.

A mí me hubiese gustado más poder pensar qué quieren de nosotros las imágenes de Iturbide. Muchas de ellas nos dan sangre, ¿nos piden quizás devoción, asombro, asco? Otras palpitan con un movimiento que nos pide echarnos a andar nosotros mismos; una mirada que se deposita para luego seguir el barrido del cuerpo que se mueve dentro de la imagen. Por mi cuenta, creo que lo que las fotografías desean, y de lo que carecen a la vez, es el poder de ser consideradas conceptualmente como estrategia visual sin que se las ate nuevamente al lenguaje, antropológico, literario o poético. Quizás que se las reconozca como parte de una tradición fotográfica mexicana que logró consolidar ciertas maneras de ver a las otras culturas, y que intenta, a través de sus aproximaciones visuales, mediar entre nosotros y ellas, hacernos reflexionar sobre las distancias que nos separan y los puentes que nos acercan.

Acerca de esa peculiar vinculación del texto con la fotografía, diría W.J.T. Mitchell, y concuerdo con él, que el mejor ensayo fotográfico es aquel en el que texto e imagen funcionan de manera muy independiente.8 Aunque éste no fue el criterio que Phaidon le permitió ejercer a Cuauhtémoc Medina. En la gran mayoría de los textos que acompañan a las fotografías del libro, Medina se limitó a comentar las imágenes tratando de dar a los lectores extranjeros información sobre el tema cultural de las mismas. Por ejemplo, en las fotografías sobre los seri, explica, citando el texto de Luis Barjau, con quien Graciela colaboró en ese proyecto, el problema de la sedentarización, del cambio de hábitos de vida y los consecuentes cambios culturales que eso acarreó para los seri.

Por último, la fotografía de El rapto. Ésta es la única fotografía donde no aparece un animal ya que son flores las que adornan a la joven en el lecho. Medina explica que existe un rito en Juchitán sobre la consumación de un matrimonio cuando la muchacha es menor de edad. El rito involucra el rapto de la chica por parte del novio y el posterior desfloramiento de la muchacha con los dedos; las manchas de sangre en la sábana atestiguarían la virginidad de la muchacha. Sin embargo, en ocasiones se utiliza sangre de pollo en una bolsita para salpicar las sábanas y guardar el decoro. ¿Qué hace en este libro con la temática de los animales, el sacrificio, la teatralidad-ritualidad, la complicidad con los modelos, una fotografía que por su valor documental y etnográfico bien podría deshacer todo el argumento de Medina en defensa de otros valores no antropológicos en el trabajo de Graciela? Quizás si hubiese sido la única imagen en aparecer sin un texto al costado (cosa que los editores no permitirían), el valor enigmático de la misma se hubiese incrementado considerablemente. Lo que no se evitó omitiendo el texto fue determinarla a través del lenguaje. Cualquier otra lectura que el observador de la fotografía pudiese hacer se ve cooptada, acotada, ensombrecida por el comentario que Medina le ha fabricado a la imagen; y ésta sí se redimensiona en su valor "extraño y exótico" como una práctica cultural violenta, un acto bárbaro. Ésta es la única fotografía que parece vibrar en una nota muy diferente que las del resto de la selección, y una explicación diferente a su presencia podría sugerir que, aunque no se ve un animal en la imagen, el acto del que ésta proviene parece ser considerado como de cierta animalidad, o que la sangre del pollo es la que salpica la sábana, lo cual hay que mirar con una lupa aun confiando en la palabra de Medina. El hecho de que se le permitiera a Graciela tomar y reproducir esta imagen de una práctica ritual relacionada con la sexualidad y el matrimonio, como se conciben y manejan dentro de la cultura zapoteca de Juchitán, me parece que refuerza la intención de poder apoyar un proyecto que no suena a otra cosa que a antropología en su sentido más decimonónico

¿Qué quieren entonces de nosotros las fotografías de Graciela Iturbide, y los textos de Cuauhtémoc Medina? Las fotografías quieren nuestra mirada, entre otras cosas, nuestra entrega ritual a su ritualidad, un cederles nuestro tiempo a su tiempo y sus ritmos; quieren nuestra complicidad así como la fotógrafa se ha hecho cómplice con sus modelos. Los textos quieren llevarnos de la mano para acceder al trabajo de Graciela, ser llaves, darnos claves, por momentos sacudir los estereotipos y violentar los lugares comunes de la fotografía mexicana. En toda la lucidez del texto de Cuauhtémoc Medina, ese no poder precisar sobre lo antropológico, dejar de ser ambivalente en cuanto a lo etnográfico, es uno más de esos diálogos imposibles a los que el mismo autor hace alusión; ese que en la historia de nuestro país ha transcurrido entre la antropología, la arqueología, la fotografía y la construcción de identidades y modos de ver.

 

Notas

1. En nuestro país se venden por $79.00 (setenta y nueve pesos).

2. Gerardo Estrada, "Graciela Iturbide en la tradición fotográfica mexicana", en Graciela Iturbide, catálogo de la exposición en el Museo del Palacio de Bellas Artes, ciudad de México, septiembre a octubre de 1993; México, INBA, agosto de 1993.

3. Esta historia crítica de la antropología para mí está abordada de manera muy importante en la serie editada por George W. Stocking, Jr., History of Anthropology, University of Wisconsin Press (yo conozco hasta el volumen 7).

4. Se puede ver, por ejemplo, en las páginas 54 y 55 del libro Graciela Iturbide. Imágenes del espíritu, Casa de las Imágenes/Aperture, exposición y publicación Fideicomiso para la Cultura México-USA/ FONCA/Fundación Cultural Bancomer/Fundación Rockefeller/FEMSA/Seguros Monterrey Aetna, Era, México, 1996.

5. Quizá uno de los más duros ataques contra la obra de Graciela, clasificándola de etnográfica en un "mal sentido", lo realizó Leigh Binford en "Graciela Iturbide. Normalizing Juchitán", que apareció en el número especial de la revista History of Photography, vol. 20, núm. 3, otoño de 1996, dedicado especialmente a la fotografía mexicana con John Mraz como editor invitado (pp. 244-248). Binford revisa y critica el libro de Graciela, Juchitán de las mujeres (1989), afirmando que en lugar de adoptar una perspectiva positiva a favor de los juchitecos, la colaboración de Graciela y Elena Poniatowska (textos) hace un mal servicio tanto a los juchitecos en general como a las mujeres juchitecas en particular.

6. Este término antropológico se refiere a un modo más políticamente correcto de efectuar el trabajo de campo.

7. Lorna Scott, "Antropoesía: fotografía documental en México", en Poliéster, núm. 5, primavera de 1993, pp. 12-23. De hecho el término no es "acuñado" por Lorna Scott, sino por José Manuel Pintado en su texto para Los pueblos del viento (INI, 1981). La misma Lorna aclara eso en la p. 17 de su artículo para Poliéster y nos explica que es como una salida al dilema que enfrenta el fotógrafo escrupuloso cuando "trata de evitar la multitud de pecados que lo amenazan, como el exotismo, el didactismo, la seudo-objetividad antropológica, la fascinación clasemediera por la pobreza y lo panfletario", pp. 16-17. Este artículo es una referencia obligada para quien trabaja asuntos de fotografía documental en México y recupera comentarios de fotógrafos como Mariana Yampolsky, la propia Graciela, Eniac Martínez, Pablo Ortiz Monasterio y Pedro Meyer.

8. Véase W.J.T. Mitchell, "The Photographic Essay: Four Case Studies", en su libro Picture Theory, Chicago, The University of Chicago Press, 1994, pp. 281-322.