Libros

 

Zodiaco mariano, 250 años de la declaración pontificia de María de Guadalupe como patrona de México

 

por Graciela de la Torre

 

México, Museo de la Basílica de Guadalupe/Museo Soumaya, 2004, 215 pp., 119 ilustraciones

 

En primer lugar, debo confesar mi atrevimiento, aunque no mi indiferencia, para reseñar tanto la exposición como el libro-catálogo Zodiaco mariano, 250 años de la declaración pontificia de María de Guadalupe como patrona de México, ya que de ninguna manera me considero especialista en arte del periodo virreinal. Pero, de igual modo, debo admitir que la visita a la exposición en compañía del curador me suscitó una serie de reflexiones, no sólo en torno al valor de la exposición misma, sino también en relación con las transformaciones de nuestros museos, algo por demás notable a partir del último tercio del siglo pasado. Me refiero tanto a sus procesos de conceptualización museológica como a sus mismas políticas de exhibición.

Para quienes no llegaron a visitarla (septiembre de 2004—mayo de 2005), cabe mencionar que el curador Jaime Cuadriello organizó Zodiaco mariano con base en una especie de "alucinante" guión concéntrico. A partir de una pieza central —La proclamación pontificia del patronato de la Virgen de Guadalupe sobre el reino de la Nueva España, óleo sobre cobre atribuido a Miguel Cabrera—, plantea un recorrido virtual al visitante y lo invita a "caminar el cuadro". Es decir, desdobla su iconografía prodigiosa (personajes políticos, fundacionales del milagro y diez advocaciones marianas) a través de medio centenar de obras de diversos autores del siglo XVIII, principalmente, aunque también incorpora cuadros del XIX y del XX.

Esta alegoría da testimonio no sólo del valor religioso sino el jurídico y político que tuvo la proclamación de la bula en cuestión, mediante cuatro núcleos temáticos que conducen conceptualmente al espectador. Primero, para reconocer a los diversos personajes históricos presentes en el cuadro y, después, para gozar detenidamente con el "Zodiaco" y las advocaciones marianas (10, de las que sólo hay 9); acto seguido, para aludir a las alegorías y a su iconografía tan politizada, donde las figuras del papa y el rey resultan protagonistas esenciales; y, para cerrar, las enormes pinturas de patrocinio, donde se percibe cómo se humillan corporaciones, indios y comunidades ante la imagen de la Guadalupana, protectora con su manto de una sociedad tan contrastada. Para mi sorpresa, la muestra incluyó un apéndice con arte del siglo XX del propio acervo del Museo de la Basílica, que registra en distintas manifestaciones de la cultura popular la manera en que este imaginario sigue vivo entre nosotros. Por ejemplo, la asociación entre la Virgen y los símbolos nacionales o su simbolización en el paisaje y la fiesta.

En esta exposición, los curadores Jaime Cuadriello y Jorge Guadarrama usaron la información de dos maneras. Por una parte, mediante un vestíbulo introductorio que pretende familiarizar al espectador con el tema y el sentido de parcelar o desmontar el cuadro en cada uno de sus componentes; por la otra, a través de la gráfica que dialoga y que comprende el cedulario general correspondiente a cada núcleo; pero, además, insólito en nuestro ámbito, las obras se documentan dentro de la exposición misma al acompañarse de fichas particulares.

Sin duda, la claridad del discurso se sustenta en todo un sólido trabajo curatorial, fruto de un bagaje académico que no se improvisa y que da como resultado las aportaciones a la historiografía del arte mexicano finalmente visualizadas en una exhibición; y, desde luego, se apoya en el capitulado de su catálogo. Aquí la museografía resulta el elemento articulador de una propuesta curatorial que me parece eminentemente contemporánea, con la que no sólo se despliega un tema, sino que se estructura una manera originalísima de comprenderlo.

Zodiaco mariano es, sin duda, una rica exposición de gabinete (alternativa que he oído a Jaime propugnar desde hace casi dos años) en cuyo espectro opuesto estarían las exposiciones blockbusters. No es que estas últimas no tengan trabajo curatorial, sino que, de alguna manera, suele ser de contenidos "ligeros" (en aras de atraer mucho, mucho público, que ingrese mucha, mucha taquilla, y gaste mucho, mucho en artículos). Este tipo de exhibiciones, además, maneja exhaustivamente temas de supuesta novedad o actualidad, por lo que resulta imprescindible ofrecer no menos de 250 obras e, inequívocamente, publicitarse con base en los nombres de los artistas presentes y de los museos que han cedido sus obras. Además, se aplaude que para recorrer estas exposiciones el espectador deba estar provisto de suficiente tiempo y paciencia, puesto que habrá de llevarle al menos dos horas su visita, además de largos minutos en las filas para adquirir boletos y moverse dentro de atestadas salas de gente. Quién no recuerda los "Esplendores..." o los "Tesoros del Vaticano..." y, quienes tengan por costumbre visitar museos en el extranjero, siempre habrán de toparse con blockbusters itinerantes, preferentemente referidos al impresionismo, relacionando, ad nauseam, a sus protagonistas y secuelas.

No sólo la originalidad y sensatez de la modalidad curatorial que proponen Cuadriello y Guadarrama hubo de llamar mi atención, sino que también me fue claro que una exposición de esta naturaleza y solidez hubiera sido impensable hace no muchos años. Esto es porque, hasta la década de los setenta, y aún después, los museos de arte continuaron la tradición encabezada por el maestro Fernando Gamboa, quien marcó las exposiciones que presentó con características personales que en su tiempo eran consideradas virtudes, pero que ahora resultan limitaciones, ya que propugnó proyectos de exposición basados en el acopio y presentación de objetos sobresalientes por su factura o rareza. Se trataba de dar cierta coherencia a su personal discurso ¿curatorial?, ya fuese monográfico, estilístico o cronológico, planteado con el inequívoco olfato del propio Gamboa. Por ejemplo: "Ángeles barrocos", "Piezas maestras.", "San Cristóbal en la plástica mexicana", "El mueble en México", etc. Para esta escuela, lo más importante era el efecto escenográfico del montaje y no se concebía que fuese necesario dotar la exposición de un sustrato científico, de significados inherentes, puesto que la calidad estética del objeto de museo debía bastar por sí misma.

Este fenómeno no se produjo de igual manera en los museos de historia del Instituto Nacional de Antropología e Historia, los cuales recurrieron siempre al soporte científico porque, se pensaba, la naturaleza de sus colecciones así lo requería. Por tanto, los museos de historia y arqueología plantearon con antelación a los de arte la elaboración de guiones científicos. No sería sino hasta la segunda mitad de los años setenta (con Felipe Lacouture como director del Departamento de Artes Plásticas del Instituto Nacional de Bellas Artes) cuando desde el Museo de San Carlos se realizaron intentos pioneros para romper la "tradición Gamboa", al organizar exposiciones concebidas académicamente y, por ende, sustentadas en guiones llamados temáticos.

Es probable también que, en los años ochenta, desde el Museo Nacional de Arte se hayan aportado las primeras muestras realmente basadas en un proceso de investigación original y relevante para la historiografía del arte mexicano. Desde entonces, recuerdo que Jaime experimentó, y que luego se adoptaron procedimientos científicos para configurar núcleos temáticos cuya nomenclatura y sistema se han difundido como herramientas ordenadoras en casi todos los museos de las principales capitales del país.

De vuelta a mi visita a Zodiaco mariano a la que aludo, también desprendo cómo, durante las últimas dos décadas, algunos de los académicos han podido asimilar las peculiaridades del trabajo museológico y museográfico. Aquí debo señalar que la cultura gremial del historiador del arte (¿curador natural de exposiciones dentro de esta tipología museística?) está formada dentro de la academia pura y que no suele estar preparado (aunque tampoco dispuesto) para usar el lenguaje museístico y las herramientas de interpretación. Sin embargo, hay quienes, como Jaime Cuadriello, han comprendido la pertinencia de incursionar en otro tipo de lenguaje para poder sintetizar sus propuestas y traducir su conocimiento, desplegando en un espacio visual los objetos museísticos que comprueban la hipótesis que plantean como curadores.

De igual modo, en la era post-Gamboa, los museógrafos perfilaron su quehacer de un modo más interactivo. Podría decirse que fue a partir de los años noventa cuando, trabajando de la mano con curadores y educadores, el diseño museográfico puede convertirse en una herramienta de interpretación para tender puentes entre el espectador y la obra. Por ello me parece de justicia elemental dar crédito, como de forma innovadora se hace en este caso, a la curaduría técnica y museográfica (a cargo de Guadarrama), lo cual implica no sólo un viraje en el estatus del museógrafo, sino de un sanísimo reposicionamiento del curador académico —en este caso Cuadriello— en el que este último reconoce, asume y usa un lenguaje diferente del exclusivamente académico, vinculado con la semántica implícita en la interrelación entre el objeto museístico y el espacio donde éste se dispone, y la experiencia que con ello, finalmente, se provoca en el espectador.

Otra de las transformaciones de la vida museística de los últimos lustros, de la que con creces da cuenta Zodiaco mariano, es, precisamente, la conciencia por parte de la institución museística del valor de las publicaciones o los impresos que acompañan toda exposición. Como pieza editorial, Zodiaco mariano. 250 años de la declaración pontificia de María de Guadalupe como patrona de México, hubiera sido poco probable antes de la primera parte de los años ochenta, cuando en los museos se privilegiaba financieramente la instalación y no precisamente el testimonio del trabajo realizado. Por hablar coloquialmente, lo que hasta entonces se usó eran cuadernillos con un breve ensayo y el listado catalográfico, publicaciones muy escuetas, aunque hoy las atesoremos como vestigios únicos o afectivos.

Actualmente, el número y la calidad de la oferta editorial que emana de los museos resultan insuperables en el ámbito cultural. Se trata de un fenómeno de nuestros días, en que los museos se han convertido en el medio que permite dar luz a investigaciones que, de otra manera, difícilmente la hubieran visto. Es éste el caso del Museo Soumaya y de la Basílica de Guadalupe, y de la visión de sus autoridades, a quienes felicitamos por hacer posible la seria y espléndida edición diseñada por Mónica Zacarías; a través de sus páginas, profusamente ilustradas, Cuadriello y los coautores (Martha Reta, Lenice Rivera e Iván Martínez) llevan al lector a recorrer la historia visual, testimonio del "momento fundacional del culto guadalupano", con aquella "metáfora culterana, despojada de toda 'praxis' predictiva o de su aplicación realmente astrológica", en palabras robadas a Jaime, para referirnos al Zodiaco como cuadro central de la mano de Cabrera, en torno al cual se produce lo que en muchos sentidos es un catálogo razonado. Sin duda éste, como otros libros-catálogos del autor, habrá de ser de consulta obligada.

Finalmente, a mi leal saber y entender, sólo restaría que el Museo de la Basílica y el Soumaya diseñaran y compartieran con nosotros un estudio de público, preferentemente con base en la observación pasiva (llamada tracking), con el propósito de comparar la apropiación de la muestra y sus herramientas de interpretación por los que, evidentemente, han sido muy diferentes públicos: no por casualidad procedentes de los extremos sur y norte de la ciudad de México.

Por lo demás, quiero dejar constancia de mi reconocimiento a los equipos técnicos de ambos museos, puesto que con este esfuerzo académico y de exhibición, tan empeñoso y logrado, definitivamente no hicieron como "si les hablara la Virgen".