A finales de la década de los años sesenta y principios de los setenta, en un contexto
artístico profundamente anquilosado tras casi 40 años de dictadura franquista, surgieron
toda una serie de prácticas experimentales que tienen en común el uso de nuevos medios
y soportes y, en general, una actitud crítica hacia el panorama sociopolítico del
momento.
El primer investigador que se ocupó de estas prácticas en el Estado español fue el
crítico de arte Simón Marchán Fiz, quien las denominó los "nuevos comportamientos
artísticos". En ellos, el performance o arte de acción ocupó un lugar relevante. El autor destacó el abandono progresivo
de los medios tradicionales para recurrir a la fotografía, a las películas, documentos,
proyectos, videos y, sobre todo, a "la renuncia al objeto permanente, la acentuación
de lo efímero, el cultivo del proceso, la extensión del arte, la negación del valor
de cambio".1 Insistió también en la importancia de la aparición de nuevos canales de distribución
que ya no eran las galerías, sino más bien entidades sociales y culturales, institutos,
colegios mayores universitarios y salas de cultura, que permitían el acceso a estas
prácticas a un público diferente del tradicional.
A pesar de que Marchán Fiz publicó su libro en el momento álgido de los "nuevos comportamientos
artísticos", lo que impedía la existencia de una reflexión retrospectiva y razonada
de los mismos, el autor ya identificaba en ellos, como lo más decisivo, el afianzamiento
progresivo de unas prácticas artísticas enfrentadas a las dominantes, hecho que queda
más claro aún si se atiende el desinterés con el que inicialmente fueron recibidas
por la crítica, las galerías y el mainstream artístico del momento.
Juan Albarrán Diego se ha referido a la preponderancia en aquel momento de una concepción
apolítica del arte, e identifica en los nuevos comportamientos una conexión con las
luchas por las libertades de la oposición democrática:
llamaron la atención sobre problemáticas políticas muy concretas, recuperando los
espacios públicos como ámbitos de protesta, restituyendo parte de la capacidad del
artista como agente de transformación social y proponiendo la colectivización de la
autoría así como la autogestión de la producción, difusión y exhibición de sus trabajos.2
Es indudable que la práctica artística no puede separarse del contexto sociopolítico
que la alberga y, en este sentido, lo que Albarrán subraya es que los nuevos comportamientos
representaron, al fin, una ruptura con la connivencia entre arte contemporáneo y Estado
(franquista), que se perpetuaba ya durante bastante tiempo. El problema radica en
que el relato de la historia del arte contemporáneo en España ha sido idéntico al
sociopolítico: se marca un antes y un después entre la dictadura y la llegada de las
libertades mediante la transición democrática. La cuestión es que esa transición,
en lugar de rupturista, fue continuista, pactada y consensuada.
La escasa atención que en su momento se dedicó a las nuevas prácticas y la celeridad
con la que cayeron en el olvido durante la transición hacen pensar en la importancia
estético-política de las mismas, tesis que este artículo trata de sustentar, al poner
el acento en el performance o arte de acción. Las nuevas prácticas fueron rupturistas en diversos aspectos. No
sólo rompieron con la connivencia entre arte y Estado al quedar fuera del patrocinio
estatal y buscar circuitos de presentación alternativos, sino que la utilización de
nuevos medios, inédita hasta el momento en España, supuso una ruptura formal de enorme
importancia. Las nuevas prácticas abrazaron la noción de proceso en detrimento del
resultado final, pusieron en crisis la concepción objetualista y mercantilista del
arte, así como el estatus de la figura del artista, e hicieron necesario pensar desde
nuevos parámetros y posicionamientos estéticos.
Performance
Como ya se ha señalado, el performance, llamado entonces "arte de acción", ocupó un lugar destacable dentro de los nuevos
comportamientos artísticos. En general, el análisis de estas prácticas resulta complejo,
pues existen únicamente (y no en todos los casos) fotografías que documentan los performances. Imágenes que son simplemente un resto que da cuenta de una acción que no puede volver
a reconstruirse ni a totalizarse. Pistas que es necesario complementar con una bibliografía
aún escasa y con los testimonios orales de quienes las ejecutaron o estuvieron presentes
en el momento de su realización.
El primer dato que estas imágenes arrojan es la presencia del cuerpo, su materialidad,
su aparecer en un espacio y ante otros cuerpos. La forma en que lo corporal irrumpe
en el campo de la visualidad y toma espacios físicos y simbólicos. Contemplar la documentación
fotográfica de estas acciones hace que surjan diversas cuestiones: ¿cuáles son las
implicaciones estético-políticas de la aparición de estos cuerpos justo en aquel momento
y en aquel contexto? ¿Qué otros cuerpos estaban apareciendo, paralelamente, fuera
del ámbito artístico, durante el tardofranquismo? ¿Cómo pensar la materialidad de
los cuerpos dentro de la desmaterialización a la que tendían las prácticas artísticas
del momento? ¿Cómo se materializan los cuerpos por medio del performance y la performatividad?3
Las imágenes y el relato oral dan cuenta ahora del paso del tiempo y del olvido en
el que cayeron estas acciones durante la transición. El objetivo de este texto es
citar, hacer aparecer estas acciones y estos cuerpos aquí y ahora, para que puedan
ser repensados desde distintos posicionamientos críticos que contribuyan a cuestionar
el relato de la historiografía del arte contemporáneo en el Estado español.
Uno de los problemas que se plantean es cómo hacer aparecer aquello que desde su construcción
estaba amenazado por la desaparición. Se trata de prácticas artísticas precarias,
tanto por su carácter voluntariamente efímero, como por el hecho de que sucedían (en
un principio, al menos) alejadas de los circuitos oficiales. Pero también son una
serie de acciones que se producen en un espacio dictatorial, un espacio de censura,
en el cual había muchas cosas que no se podían decir abiertamente. Si algo se aprendió
en el franquismo fue a inventar estrategias para decir aquello que no se podía decir.
La presencia del cuerpo, su puesta en escena mediante fragmentos y metonimias, hacía
aparecer algunas cuestiones que no podían develarse de modo directo.
Los cuerpos que aparecen citan y hacen comparecer otros cuerpos: los que "desaparecieron"
durante la guerra civil y la dictadura, los cuerpos enterrados en fosas anónimas y
cunetas, los cuerpos femeninos coaccionados e invisibilizados por el nacional-catolicismo,
los cuerpos perseguidos y castigados por no adecuarse a las normas de sexo-género.4
Como bien ha explicado Josefina Ludmer en su análisis de la "Respuesta a sor Filotea",5 existe una suerte de espacio baldío entre el lugar que uno se da y ocupa, frente
al que le otorgan la institución y la palabra del otro. Un intersticio en el que se
vuelve posible practicar o nombrar aquello que está vedado en otros espacios. Este
ámbito comparece en las acciones que se analizan a continuación. Los cuerpos, por
medio de hacerse presentes, ocupan un lugar dentro de la representación y se apropian
de él.
Según la autora, de la separación entre el saber y el decir (en el que el saber es
mi ley, y el decir, la ley del otro) pueden surgir otros modos de decir que se convierten
en espacios de resistencia frente al poder de los otros. Ludmer señala que, para sor
Juana, ese espacio es el silencio (no decir, pero saber) y añade que su movimiento
"consiste en despojarse de la palabra pública: esa zona se funde con el aparato disciplinario,
y su no decir surge como disfraz de una práctica que aparece como prohibida".6
Este texto se ocupa de cuerpos que mediante el performance "dicen", que se sitúan en el lugar de la enunciación, en un momento y en un contexto
en los que había muchas cosas que no se podían decir. El cuerpo, por medio de la materialidad
y la gestualidad, se hace lengua. Se da una apropiación del lenguaje que lo tuerce
y genera fisuras en su interior. Cambiar la palabra por el cuerpo conlleva una mediación
estética, una pregunta sobre los modos hegemónicos de decir y un cuestionamiento sobre
las formas de representar.
El complejo marco en el que se inserta la relación entre el saber y el decir es relevante
a la hora de enfrentarse al análisis de estos performances. La negación, como señala Ludmer, se sitúa en medio del decir y del saber. El "no"
es la censura, la prohibición, delimita aquello que no puede decirse ni nombrarse.
Por eso frente al no, pueden inventarse estrategias, se puede torcer aquello que se
dice, idear nuevas maneras de decirlo, transformar el discurso, alejarlo de la literalidad
para que no pueda borrarse. Estas estrategias comparecen en muchas de las acciones
de aquel periodo, y lo estético se convierte en un espacio de posibilidad. Por medio
del cuerpo, del gesto, de esos espacios baldíos que se generan en la ejecución de
la acción, demuestran que saben muchas formas de no decir: de decir sin decir. De
este modo, cuestionan el lugar que ocupan algunos cuerpos dentro del campo del saber.
Cuerpos que aparecen
Los cuerpos de los que se ocupa este artículo no son los únicos que hacen su aparición
en la arena pública estatal durante la década de los años setenta. Están los cuerpos
del activismo, los del movimiento feminista que, inmediatamente después de la muerte
de Franco, irrumpen en las calles con sus reivindicaciones y terminan por influir
decisivamente en la agenda política de la transición. Estos cuerpos ocupan las calles,
las plazas, se manifiestan, se encadenan a edificios gubernamentales y toman la noche
ataviados con antorchas para reivindicar espacios de agencia. Los cuerpos feministas
parten de la conciencia de su vulnerabilidad, pero en absoluto se doblegan ante ella.
Por el contrario, tratan de redirigirla y la convierten en estrategia, pues por medio
de ella reinventan las formas de hacer política para situar el cuerpo como eje central,
como lugar en el que se materializa la afirmación "lo personal es político".7
Es importante que la aparición de los cuerpos no se dé únicamente en el dominio de
lo artístico, aunque este hecho sea de vital importancia en lo que concierne a la
puesta en crisis de la historia del arte, y a la proposición, desde lo estético, de
nuevas formas de presentar y de mirar. El que por primera vez en España un número
significativo de mujeres accediera al ejercicio del arte tenía que ver con una sociedad
que avanzaba y que cada vez era más permeable a otro tipo de presencias, como las
constituidas por las activistas feministas que a partir de diciembre de 1975 comenzaron
a aparecer en las calles. Ambas realidades se podrían leer de forma aislada, pero
parece claro que su yuxtaposición en el tiempo no es mera coincidencia.
Hablo de cuerpos que "aparecen". Su irrupción desborda la visualidad del campo artístico
del momento. Aunque cada puesta en escena de lo corporal pone en juego distintas cuestiones,
la idea de hacerse presente es común a todas ellas. Uso el término "aparición" porque
lo que se hace presente es aquello que no estaba previamente, o al menos no de esa
forma. La presencia, como puede extraerse de las conceptualizaciones de Hans Ulrich
Gumbrecht, compete en primera instancia a aquellas cosas que están en el mundo antes
de que se les atribuya un significado, antes de que se vuelvan parte de una cultura.8 Cuando ciertas prácticas artísticas devienen acontecimiento, y el cuerpo su elemento
central, se pone en juego un tipo de presencia desconocida hasta entonces, y por tanto
todavía no codificada en el nivel estético. Una presencia que hace gravitar estas
propuestas artísticas entre su estatus de espectáculo y/o representación y su carnalidad
autorreferencial. La separación entre sujeto y objeto, típica del arte tradicional,
se problematiza, se altera, puesto que la corporalidad, la carnalidad, es anterior
a toda interpretación que quien contempla pueda atribuir a lo que acontece. Como señala
Erika Fischer-Lichte, esta alteración de la relación entre sujeto y objeto que se
da en el performance o arte de acción está estrechamente vinculada con la transformación de la relación
entre materialidad y signicidad, entre significante y significado, pues la corporalidad
o materialidad de la acción tienden a prevalecer sobre la signicidad.9 La obra de arte ya no es simplemente un objeto sobre el que un receptor (sujeto)
proyecta significados e interpretaciones: en la acción, la dicotomía sujeto-objeto
se trasciende a favor de una intersubjetividad: quienes están presentes en el acontecimiento
se convierten en cierta forma en cosujetos del mismo, en un momento concreto, en un
espacio concreto. Y ese espacio de tiempo en el que prevalecen la materialidad y la
corporalidad (presencia de uno o varios cuerpos), posee en sí mismo un grado de independencia
respecto a toda interpretación o dotación de significado que pueda producirse a posteriori.
Los actos corporales son fundamentalmente actos sociales, implican mi presencia en
el otro y la presencia del otro en mí. Todo cuerpo y los actos que lo conforman están
colonizados por sistemas de significación culturalmente naturalizados, por signos
que se repiten hasta perder la referencia de un presunto original.
Si el cuerpo es la arena en la que se juega la subjetividad posmoderna, su presentación
posee el potencial de alterar las estructuras de la historia y de la crítica del arte
convencionales mediante la producción de un nuevo paradigma intersubjetivo en el que
el sujeto se constituye siempre con relación a otro, y no ya como sujeto completo
en sí mismo, sino más bien como sujeto en falta.
Cuando el cuerpo aparece, devela que no puede totalizarse ni universalizarse, que
no puede fijarse en la representación. Por eso su sola presencia, concebida como presentación,
posee el potencial de dislocar los discursos y las representaciones dominantes que
habían tratado de fijarlo, de constreñirlo a un marco concreto desde el cual se gestaba
un aparato ideológico de control. En el caso de España, en la época que me ocupa,
la presentación del cuerpo está estrechamente ligada a un momento sociopolítico concreto
marcado por un clima generalizado de insurrección, que en las prácticas artísticas
se traduce en una apuesta por la experimentación que, como no podía ser de otra manera,
parte de un cuestionamiento de la forma y de la adopción de nuevos lenguajes y nuevos
medios.
Aparecer/desaparecer
En la superficie de un muro blanco se recorta la silueta de una mujer, vestida de
negro, las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Dos fotografías documentan la
secuencia de una acción, Herba (1973), llevada a cabo en la calle por Olga L. Pijoan (fig. 1). Como si de dos fotogramas cinematográficos se tratase, las imágenes intentan captar
el transcurso del tiempo y el movimiento de lo acontecido. La acción aborda la cuestión
de la presencia a través de la fisicidad, de la materialidad del cuerpo. Un cuerpo
que de pronto se esfuma, se desvanece, pero deja constancia de su presencia por medio
de una silueta que se dibuja en el muro y queda como resto de la acción.
La aparición, aquí definida a partir de la desaparición, posee un componente fantasmático,
fijado en las fotografías que documentan la acción. Al parecer, se trata de una intervención
que no se realizó ante una audiencia, por lo cual se supone que la intención de Olga
L. Pijoan fue construir la ficción de una desaparición mediante las imágenes resultantes,
sin renunciar a concebir la pieza como acción.
1.
OlgaL. Pijoan, Herba, 1973, Barcelona. Archivos Pilar Parcerisas.
Las dos fotografías documentan la presencia y la ausencia del cuerpo de la artista.
La presencia se define en contraposición a la ausencia. La materia, el cuerpo, parecen
cobrar existencia atendiendo a la evidencia de su falta, a partir de la cual, hablando
en términos psicoanalíticos,10 el sujeto construye su propia realidad. Si el fantasma es una manera de ser del sujeto
frente al otro, de aparecer ante el otro, la realidad que el sujeto configura es siempre
una fantasmatización de una supuesta realidad objetiva que se materializa a través
del cuerpo.
En Herba, el cuerpo mismo aparece como en falta, destotalizado y desuniversalizado. La silueta,
trazo de la desaparición, da cuenta de la incompletud inherente al cuerpo, de su fragmentación.
La acción hace emerger un nuevo tipo de subjetividad que erosiona la concepción racionalista
del sujeto monolítico, completo y entero, y propone como contrapartida un sujeto en
falta, concentrado en un hacer-se constante. Un sujeto que sabe de su propia vulnerabilidad.
El cuerpo, femenino en este caso, y el yo se juegan y se negocian por medio de la
dialéctica entre ausencia/presencia, entre completud y falta. Si la aparición implica
una agencia, una toma de presencia en el espacio físico y simbólico, la desaparición
da cuenta de la precariedad de esa misma toma, ya que sus efectos, al no depender
únicamente del sujeto que la perpetra, están siempre sujetos a lo incalculable.
En Herba, el concepto de aparición adquiere nuevos sentidos: como contrapunto de la desaparición,
por un lado, pero también en referencia al componente fantasmático que se desprende
de las imágenes.
La aparición, abordada a profundidad por Martin Seel,11 está presente en toda actividad estética. En el performance, por su condición de acontecimiento, se genera un presente particular en el que la
idea tradicional de representación no tiene cabida. En su lugar se impone la presentación:
la aparición hace de la obra de arte, de la intervención, algo idéntico a sí mismo.
Ya Adorno en su Teoría estética, al abordar la cuestión de la imagen, afirmaba que "en tanto que aparición y no en
tanto que copia, las obras de arte son imágenes".12 La aparición funciona aquí como elemento de ruptura con la tradición mimética del
arte, basada en una dinámica representacional. En su lugar, la imagen se concibe como
presentación, como aparición, como aquello que no existía previamente y cobra existencia.
Dice también Adorno que si la aparición es lo resplandeciente, lo que nos estremece,
la imagen es el intento paradójico de conjugar esto fugacísimo.13 Lo fugaz, lo momentáneo, queda fijado de manera especial en la acción. Y la documentación,
que toma la forma de imagen, sería ese intento de atrapar el instante. La relectura
de Herba está mediada por su resto (las fotografías) como intento de conjugar la fugacidad
del acontecimiento. Para Adorno, al definirse como aparición, "el arte lleva insertada
teleológicamente su propia negación".14 Lo que implica que el arte siempre deviene, se transforma o, como señalaría Adorno,
es historia. Aunque en ningún momento él lo analiza en este sentido, parece claro
que se introduce aquí, en el devenir, la noción de performatividad, de acto, de repetición:
la aparición conlleva un hacerse en cada nueva aparición, un aparecer, cada vez, en
formas diferentes, que terminaría por "negar" lo esencial de la aparición misma, de
la acción misma, de la obra.
El aparecer me interesa sobre todo en cuanto compete a un cuerpo, cuestión que posee
una especificidad muy concreta en el espacio de las prácticas performáticas. Aquello
que no es necesariamente visible toma forma en el cuerpo, se encarna en él, aparece
por medio de él.
En Herba, la ausencia/presencia es cuerpo, y a la vez el cuerpo queda definido a partir de
esta oposición. El cuerpo siempre es performativo: por medio del acto, produce fuera
de sí y se produce a sí mismo. El cuerpo, aquí, ha de verse como la encarnación de
determinadas posibilidades históricas, que, en el análisis concreto de estas acciones,
tienen que ver con la decadencia y con el final de la dictadura, y con los esfuerzos
de los individuos y de los movimientos de resistencia antifranquista para materializar
una apertura y una toma de presencia en el espacio público que implica siempre una
toma de agencia.
El cuerpo de la esfera pública es masculino por excelencia. Su agencia es incuestionable
y su identidad irreductible. El de la esfera privada es femenino e incompleto, sujeto
siempre al devenir, y está despojado de agencia. Es, en cierto sentido, un cuerpo
previo al sujeto político.
La imagen de Olga L. Pijoan, antes de desaparecer, afirma una presencia categórica.
Se trata de un acto corporal que al hacerse público, al perpetrarse en un espacio
social, y mediante el distanciamiento que deriva de su ímpetu estético, interviene
en la cotidianeidad de ese mismo espacio y produce una transformación cuyos efectos
son difíciles de predecir y de calcular. El cuerpo está ahí, la carne ocupa un volumen,
se afirma una presencia en la calle, en una especie de solar baldío o callejón en
el que crece la hierba que da título a la acción. La imagen muestra un espacio sin
duda específico, un lugar apartado, en cierto sentido marginal, que parece estar fuera
del recorrido habitual del ciudadano normativo. La presencia en él de una mujer podría
resultar perturbadora, pues desafía las leyes del buen comportamiento femenino.
Leída en este sentido, la imagen que documenta la desaparición da cuenta de la problemática
inherente a ese estar precario, y la silueta se convierte en evidencia y trazo de
una prohibición simbólica. El tránsito de esta mujer, la presencia de este cuerpo,
se ven bruscamente interrumpidos por un suceso que se oculta: el dibujo queda como
evidencia de la transgresión de las normas del buen comportamiento femenino, y la
desaparición es su consecuencia.
Al explorar la visibilidad/invisibilidad del cuerpo femenino, se apela a las condiciones
sociales y políticas del momento, y al papel asignado a las mujeres en el interior
de la arena pública. La fecha en la que Olga L. Pijoan realiza la acción, 1973, previa
a la muerte del dictador, y los inicios de los años setenta en general, están marcados
por una mayor visibilidad y un mayor acceso de las mujeres a aquellos espacios que
tradicionalmente les habían sido vedados. La acción revela una voluntad de tomar esos
espacios, de reafirmar la presencia del cuerpo silenciado y de su subjetividad.
Conviene tener en cuenta que la visibilidad de las mujeres en aquel momento se juega
en diversos contextos. Por primera vez, un grupo bastante considerable de mujeres
accede al ámbito artístico y vanguardista del momento. Es cierto que se trataba de
un tipo de prácticas muy experimentales, que en aquel momento no tenían como correlato
directo la profesionalización. De hecho, muchas de ellas nunca llegaron a "hacer carrera"
como artistas después de esta etapa más experimental, y fueron pocas las que recibieron
reconocimiento. Y aunque a pesar de que, mayoritariamente, las artistas afirman no
haber sufrido ningún tipo de discriminación por cuestiones de género en el ámbito
artístico del momento, en lo que se refiere a sus compañeros de trabajo, a la crítica
y a los espacios donde se presentaban sus producciones, está claro que existen formas
discriminatorias muy sutiles que a largo plazo dejan sentir sus efectos.
Veo en la acción de Olga L. Pijoan una afirmación de la presencia de mujeres artistas
en el ámbito artístico del momento, que se materializa en situar el cuerpo ocupando
un espacio, y que supone, al mismo tiempo, una apuesta por la experimentación con
nuevos medios en general y por el arte de acción en particular.
En Herba, el cuerpo femenino y las problemáticas a él asociadas se negocian en la dicotomía
entre ausencia y presencia.
En algunas propuestas de la artista cubana Ana Mendieta y en varias fotografías de
la estadounidense Francesca Woodman aparecen huellas, marcas o siluetas en sustitución
del cuerpo físico de la artista. Al igual que en Herba, en estas intervenciones puede identificarse algo relacionado con una especie de
precariedad inherente a la presencia como sujeto del cuerpo femenino, como si ésta
nunca estuviese garantizada, como si hubiera una tensión constante entre la voluntad
de aparecer y el deseo de esconderse de alguien o algo: de desaparecer. En la huella,
en la ausencia, se evidencian las implicaciones de la presencia.
Amelia Jones analiza la serie Siluetas (1973-1980) de Ana Mendieta, especialmente la forma en la que el cuerpo se ausenta
paulatinamente. Señala que si bien los trabajos de Mendieta han sido conceptualizados
mayormente como rituales corporales con ideas espirituales concernientes a la madre
tierra, existen en ellos otros aspectos, que, en palabras de la autora, "rompen profundamente
con el deseo moderno de presencia y transparencia de significados".15 Jones alude a la forma en que el cuerpo se presenta: en ese juego de ausencia/presencia,
en la aparición/desaparición, se produce algo más que una relación con rituales ancestrales
o con un componente fantasmático. La forma en que se presentan estos cuerpos difiere
del modelo hegemónico de presentación corporal, en el que el cuerpo aparece como un
ente completo y sin fisuras, seguro y confortable en su puesta en escena. Los cuerpos
ausentes, por el contrario, son cuerpos incompletos, fragmentados, fragmentables y,
sobre todo, cambiantes y abiertos a la transformación. Son cuerpos atravesados por
la historia, por el género, por la raza, por la clase social. Cuerpos para ser reescritos.
De algún modo, los cuerpos del performance, de la acción, restituyen ese cuerpo carnal que da cuenta de que todo sujeto, toda
subjetividad, es frágil y permanece siempre amenazada. El cuerpo como lugar al que
uno/a está condenado remite a la vulnerabilidad inherente a todo cuerpo en su estatuto
carnal, pero también al cuerpo como lugar en el que se vierte la ideología, la construcción
de subjetividades, a veces utópicas, por medio de dar forma a esa carne mediante el
mandato y la asunción de normativas que domestican al cuerpo y lo convierten en algo
dócil.
Estos cuerpos que aparecen, que se presentan de otras formas, desafían la concepción
del cuerpo utópico, despojado de carne, y con ello un modelo de sujeto, el que Amelia
Jones identifica como sujeto moderno. Conceptualizar el cuerpo como el lugar en el
que se juega la fragmentación de la identidad monolítica es un rasgo común que comparten
muchas de las acciones corporales realizadas en las décadas de los años sesenta y
setenta, y adquiere especial relevancia en las propuestas de muchas mujeres artistas.
Hacer y deshacer el género
Por medio de la pose, el maquillaje y el disfraz, el artista Carlos Pazos pone en
escena un cuerpo que se desmarca de los modelos de masculinidad considerados "aptos"
en la época. Sus acciones mezclan la experiencia vital y la artística a partir de
la construcción de personajes o alter egos que contestan tanto a la representación tradicional de la masculinidad como a la
estética progre (definida por Pazos como "de barba, chiruca y jersey de cuello alto",
en definitiva, "poco elegante y repetitiva")16 y barbuda típica del activista de los años setenta. Sus apariciones en el ámbito
artístico barcelonés, al igual que sus fotoperformances, constituyen elaboradas puestas en escena de una identidad que se aparta de las representaciones
socialmente aceptadas en aquel momento y da cuenta de que la masculinidad también
se materializa por medio de la reiteración de actos.
En la serie Voy a hacer de mí una estrella (1975), Pazos construye un personaje por medio de la imitación de las poses y los
atuendos de algunas estrellas de cine, como Rodolfo Valentino, Marlon Brando, Clark
Gable o Humphrey Bogart (figs. 2 y 3). Mediante la reiteración, el artista pone en jaque la existencia de un original,
en este caso, de una identidad esencial y constitutiva, y demuestra que la repetición
performativa de actos corporales puede producir nuevos cuerpos y nuevas adscripciones
identitarias. Las fotografías congelan la imagen de un cuerpo dúctil y maleable, que
escapa a las definiciones estancas de una masculinidad que, a diferencia de la feminidad,
tardaría todavía años en ser cuestionada por las prácticas artísticas y por la teoría.
En este sentido, el trabajo de Pazos puede considerarse pionero en el contexto español,
cercano y contemporáneo a propuestas como la del artista suizo Urs Lüthi, y próximo
también a trabajos como los de Hannah Wilke (SOS Starification Object Series, 1974), Dorothèe Selz (Mimètisme Relatif, 1973), Manon, o, algo más tardíamente, los Film Stills (1977-1980) de Cindy Sherman, en los que la artista imita las poses de la feminidad
del cine clásico estadounidense, develando su constitución performática e ideológicamente
determinada.
2.
Carlos Pazos, Voy a hacer de mí una estrella, 1975, 61 × 40 cm. Barcelona. Serie de 21 fotografías en blanco y negro con impresión
tipográfica y tiraje a la gelatina de plata. Colección macba. Fundació Museu d'Art
Contemporani de Barcelona.
© Carlos Pazos. Reproducción autorizada por el artista
CopyrightCarlos Pazos. Reproducción autorizada por el artista
3.
Carlos Pazos, Voy a hacer de mí una estrella, 1975, 61 × 40 cm. Barcelona. Serie de 21 fotografías en blanco y negro con impresión
tipográfica y tiraje a la gelatina de plata. Colección MACBA. Fundació Museu d'Art
Contemporani de Barcelona.
© Carlos Pazos. Reproducción autorizada por el artista.
CopyrightCarlos Pazos. Reproducción autorizada por el artista
Es necesario tener en cuenta que en el trabajo de Pazos la acción no acaba cuando
se toma la fotografía, sino que trasciende el estatismo de la imagen que queda como
resto de la misma: "No son sólo las fotos. La fotografía es simplemente un fotograma
de la performance diaria, de lo que a mí me gustaba poner en la calle. Pero yo salía
así a la calle, cada día."17
Los personajes que materializa se nutren del dandismo, de la estética andrógina de
un David Bowie al que Pazos vio actuar en Londres, del rock-and-roll, y de una manera
de entender la "aparición" que está estrechamente relacionada con todo aquello que
en el contexto de la España inmediatamente posfranquista pudiera leerse como provocación.
Los personajes de Pazos, indistinguibles del propio Pazos, rompen el estrecho marco
del arte e irrumpen en las calles de la Barcelona de los años setenta. El artista,
el personaje y su trabajo se confunden y se pierden en una amalgama de gestos, apariciones
y repeticiones.
Esto provoca que el performance sea tan original como la copia sobre la que se instituye. Al no existir una esencia
que funja como referente, el acto, el gesto, el disfraz devienen en máscaras de la
nada. Y el cuerpo, el lugar sobre el que se juega una identidad que ha dejado de ser
monolítica y estrictamente definible, se convierte en algo flexible y maleable. La
mitificación de la estrella a su vez trae consigo la del artista cargada de ironía.
El narcisismo que exhuman las fotografías, en las que Pazos juega a convertirse en
el objeto de la mirada del otro, pone sobre la mesa cuestiones relacionadas con la
construcción del deseo a partir de mirar y ser mirado, y también conduce a repensar
el estatuto de un cuerpo, masculino en este caso, que se ofrece a la mirada y a ser
modelado por medio de su presentación-representación.
La identificación del artista con la "estrella" permite repensar el papel del primero
en un contexto en el que las prácticas con nuevos medios están posibilitando otros
modos de entender la producción. Pazos, el artista, se diluye en las imágenes que
construye. Como las estrellas de cine que imita, que "dejan de ser" para convertirse
en representaciones del glamour por medio de la puesta en marcha del artificio, en simples estereotipos.
Es pertinente analizar el tipo de imagen de la masculinidad que pone en escena Carlos
Pazos. Hay en ella un intento de disidir de una estética masculina que nace en la
época como contestataria respecto a los modelos impuestos por el régimen, pero que
termina por convertirse en norma en el interior de determinados circuitos juveniles
politizados y/o intelectualizados: la estética progre.
La producción de Voy a hacer de mí una estrella coincide con la agonía del dictador: el artista recuerda que varias de las fotografías
que componen la serie se tomaron el mismo día de la muerte de Franco, el 20 de noviembre
de 1975. Es interesante pensar cuáles eran los modelos de masculinidad promovidos
por los aparatos representacionales de la época. La publicidad y el cine ofrecen campos
de análisis privilegiados, pues además de materializar y corporeizar estos modelos,
se erigen en transmisores de los mismos. El cine de la época, concretamente el cine
del destape, populariza un tipo de masculinidad que nada tiene que ver con los modelos
hollywoodenses de los que Pazos se apropia. Frente al atractivo físico, la elegancia
y la caballerosidad de actores como Clark Gable o Rodolfo Valentino, en España triunfó
(al menos en las taquillas) un estereotipo masculino más bien poco agraciado físicamente,
tosco y machista, representado por actores como Fernando Esteso o Alfredo Landa, por
citar algunos.
El colectivo valenciano orgia18 ha analizado en algunos de sus trabajos la masculinidad prototípica del cine español
durante las décadas de los sesenta y los setenta. La definen como "estética Manolo",
plagada de estereotipos "cañís, antichic y casposos" y le otorgan las siguientes características:
"voracidad sexual, competitividad, chulería y violencia, tosquedad e incultura, derroche,
ludopatía y demostración ostentosa del poder económico y afición por bares y whiskerías".19
Las imágenes de estrellas de cine que Pazos performa son diametralmente opuestas a
este modelo y, además de la elegancia y el glamour que las caracteriza, poseen un
componente de ambigüedad sexual que desafía al modelo de macho ibérico preponderante
en las representaciones de la época. En Voy a hacer de mí una estrella, las masculinidades que aparecen codificadas son diversas y variadas. Subyace a todas
ellas la evidencia de lo mimético: además de que la mayoría de las imágenes son fácilmente
identificables con las fotografías originales de los actores, es claro el recurso
al artificio de quien posa. La repetición del maquillaje, el atuendo y los gestos
remiten, en última instancia, a un tipo de masculinidad afeminada.
Los fotoperformances de Pazos subrayan que la importancia de las imágenes y del cine, cuyo alcance durante
las décadas de los sesenta y los setenta fue masivo, como constructores de estereotipos
y normas de género, no debe subestimarse. Muchos de los modelos de feminidad y masculinidad
preponderantes en la época eran encarnados por hombres y mujeres que tenían como referentes
a las estrellas de cine.
Durante aquellos años, Carlos Pazos fue objeto de todo tipo de burlas e insultos en
sus paseos barceloneses: marica y puta eran los más comunes. Las reacciones que su
presencia suscitaba variaban dependiendo de la zona de la ciudad: en la parte alta,
feudo de la burguesía, predominaban las miradas de desprecio y alguna que otra interpelación
a su presunta homosexualidad; ramblas abajo, en los alrededores de ese Barrio Chino
que tan bien retrató Jean Genet,20 las cosas llegaron a complicarse en más de una ocasión. Sin embargo, no hay constancia
de que Carlos Pazos tuviera problemas con la policía o de que fuese detenido debido
a la "ambigüedad sexual" de la que hacía gala.
Peor suerte corrió José Pérez Ocaña, pintor, anarquista y performer callejero andaluz que vivió en la Barcelona "aperturista" de los años setenta. El
24 de julio de 1978 Ocaña fue apaleado y detenido por las fuerzas del orden mientras
paseaba por las Ramblas vestido de "vieja jorobá", uno de sus atuendos habituales.21 Al parecer, había asistido junto a algunos compañeros a la verbena de la Plaza de
San Miguel, y en el momento de su detención se encontraba en las inmediaciones del
Café de la Ópera, junto con sus amigos Nazario y José, que también fueron golpeados,
detenidos y posteriormente trasladados a la prisión de la Modelo.22
Esta detención, como tantas otras mucho menos célebres, demuestra que a pesar de que
el franquismo había llegado a su fin, el sistema punitivo seguía aplicándose para
sancionar las disidencias corporales, y, como había ocurrido durante el régimen, el
castigo se materializaba sobre esos cuerpos indóciles que transgredían los límites
de la norma. La Ley de Vagos y Maleantes incluyó en 1954, sin mencionarlos directamente,
a homosexuales, travestis y transexuales, en definitiva, a todo aquel que amenazara
con su comportamiento, su deseo, o su presencia pública el sistema binario sexo-género.
Esta ley fue reemplazada en 1970 por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social,
que los/as perseguirá hasta mediados de los años ochenta, la mayoría de las veces
por delitos tipificados como "escándalo público". La ley contemplaba penas de prisión
y prohibición de vivir en su localidad durante al menos dos años.23 La promulgación de esta ley es relevante porque se nombran, por primera vez en el
léxico de la dictadura, la homosexualidad, la prostitución, la pornografía o el "gamberrismo".
Para Beatriz Preciado, el choque que se da en aquel momento entre dos formas de producir
el cuerpo y la subjetividad que históricamente parecían corresponder a periodos distintos,
queda develado en la capacidad de esta ley de nombrar y marcar con precisión las formas
de peligrosidad social que no pueden ser territorializadas en los patrones de la izquierda
tradicional que el régimen tenía ya codificados, lo que provoca que los dispositivos
de vigilancia y castigo comiencen a mutar precisamente durante el tardofranquismo,
para hacer frente a nuevos sujetos políticos y a nuevas luchas.24
Barcelona se consideró durante el franquismo la ciudad más liberal del país, lo cual
provocó que muchas personas que no se adaptaban a las normas de género, provenientes
de distintos puntos del ámbito estatal, como el propio Ocaña, se trasladaran a ella.
Héctor Sanz Castaño comenta que la ciudad "era escenario de prácticas de travestismo
y espectacularización del cuerpo transgénero. Prácticas que estaban permitidas exclusivamente
dentro del espectáculo, y que fuera de él eran reprimidas con dureza" y señala que
Ocaña "interfiere en las categorías masculino/femenino en un espacio público y no
dentro de las convenciones del espectáculo".25
Las apariciones de Ocaña van más allá que las de Pazos, pues llegan incluso a reprimirse
con la intervención de la autoridad. El motivo parece claro: Pazos pone en escena
un modelo de masculinidad con rasgos afeminados, pero que sigue siendo fácilmente
identificable como masculino, y aunque en cierto modo su presencia erosiona las categorías
establecidas, sigue adecuándose a una de ellas. Sin embargo, Ocaña, vestido de mujer,
normalmente con atuendos estrafalarios y en diversas ocasiones levantando sus faldas
en la calle para mostrar sus genitales masculinos, atenta frontalmente contra la división
masculino/femenino hasta desdibujarla.
Ocaña es uno de los ejemplos más claros en la época de un cuerpo que aparece, que
irrumpe en el espacio público, y que con su aparición hace y deshace las normas de
género. En uno de sus paseos por las Ramblas de Barcelona,26 Ocaña lleva un vestido de flores, una pamela con plumas, gafas de sol y su inseparable
abanico, que va agitando escoltado del brazo por sus amigos Nazario y Camilo. La ropa,
el atuendo, opera como marcador de unas normas de género que Ocaña desafía en varios
momentos del paseo cuando levanta sus faldas y deja al descubierto sus genitales masculinos,
desconcertando a los viandantes. Las Ramblas están abarrotadas de gente que observa
entre atónita y divertida al peculiar cortejo, y que en algunos momentos los sigue
para unirse a ellos. Es de suponer que el "espectáculo" se torna abyecto cada vez
que los genitales son mostrados; que de alguna manera el propio espectáculo termina
abruptamente para adquirir un fuerte componente de "realidad". La representación finaliza
en el momento en el que sus genitales salen a la luz, y lo real (entendido en el sentido
lacaniano del término, como aquello que no se puede decir, representar o simbolizar)
provoca una ruptura y da entrada a algo nuevo, no codificado, y que genera una disrupción
que trasciende por completo el concepto de representación o actuación, y se encarna
en un cuerpo que no puede ser dicho. El acto de Ocaña provoca que quienes contemplan
deban situarse en un lugar indefinido, entre las normas del espectáculo y las de la
vida cotidiana, en un intersticio donde el juicio estético se torna moral. En este
sentido, la acción de Ocaña es constitutiva de una realidad y, por tanto, autorreferencial.
Como apuntó Derrida,27 lo performativo no tiene su referente fuera de sí, no describe o representa algo
que existe, sino que produce o transforma una situación: opera. Las apariciones de
Ocaña producen aquello que realizan, y a partir de poner el acento en la propia operación,
introducen dentro de sí la posibilidad de que surja la diferencia. Si la signicidad
es en cierto modo eliminada y los referentes difíciles de definir, los actos que produce
la corporalidad de Ocaña son susceptibles de generar nuevos sentidos y significados,
y con ellos la posibilidad de nuevos cuerpos. La ruptura que se produce en el campo
de visión cuando unos genitales masculinos se muestran en un cuerpo mirado hasta el
momento como femenino, introduce un desvío, una torsión en la práctica citacional
que estaba conformando ese cuerpo femenino (haciendo el género) performativamente.
La aparición de los genitales fuerza la irrupción de la diferencia, de lo "impuro",
que como desvío de la citacionalidad general, da entrada a lo incalculable. Los efectos
que la presencia pública de un cuerpo como el que "hace" Ocaña, en ese contexto, en
ese momento, resultan, todavía desde una perspectiva actual, difíciles de predecir
y de analizar. En ocasiones suscitó el divertimento, en otras la burla, y a veces,
también, derivó en la intervención brutal del Estado, que identificó en esa presencia
una amenaza para el mantenimiento del statu quo y decidió intervenir y legislar sobre ese cuerpo y sobre los espacios sociales que
podía estar configurando.
Las maneras en las que podemos o no aparecer en el espacio público están estrechamente
relacionadas con las normas de género. Y la precariedad, como recuerda Judith Butler,
tiene mucho que ver con esas mismas normas, pues "sabemos que quienes no viven sus
géneros de una manera inteligible entran en un alto riesgo de acoso y violencia".28
Las prácticas de Ocaña fueron eminentemente contraculturales, como muestra su exclusión
de la elite artística de la época, y se definían principalmente por la reapropiación
del espacio público que perpetraba su cuerpo, atravesado por una triple exclusión:
inmigrante andaluz, de clase baja y, además de homosexual, performando un género no codificado y, por tanto, difícil de identificar con los modelos existentes.
Contragestos
El gesto contradice al silencio: es la estrategia que usan quienes no pueden hablar
para tomar la palabra. Es también la forma en la que aquello que no se puede decir
ni nombrar, de pronto es dicho.
El espacio público de una dictadura es siempre un espacio de censura, un espacio de
constricción y de sometimiento de los cuerpos que lo transitan y lo ocupan. Los trabajos
analizados hasta el momento perpetran rupturas y apropiaciones de ese espacio, desvelan
cómo operan y desde dónde parten las distintas estrategias que pueden desplegarse
para construir un performance en espacios marcados por la censura.
En torno a 1966 Gonçal Sobrer realizó una acción en el barrio del Poble Nou de Barcelona.
Dos fotografías de la misma aparecen recogidas en una publicación29 editada con motivo de una exposición del artista, y la investigadora Pilar Parcerisas
también da cuenta de ella.30 Titulada Dansa de l'afusellament (Danza del fusilamiento), en ella, Sobrer simula mediante gestos corporales un fusilamiento (fig. 4). En la primera instantánea, vemos al artista vestido de traje, apoyado en la pared
y maniatado, a punto de recibir el disparo. En la segunda, el cuerpo se retuerce y
reacciona al impacto de la bala.
4.
El gesto callejero de Sobrer, en la Barcelona de 1966, posee unas implicaciones que no pueden pasarse por alto. Por medio de él, el artista
cita una imagen socialmente omnipresente, pero que a la vez no puede ser citada, pues
su representación no está autorizada. La acción extrae el fusilamiento de su contexto
habitual y lo coloca en un lugar ambiguo, a medio camino entre lo escénico y la realidad.
Gonçal Sobrer cita los cientos de fusilamientos que tuvieron lugar en el Camp de la
Bota, un suburbio de las afueras de Barcelona que ocupaba una parte del actual barrio
de Poble Nou. En el Camp de la Bota, donde había un castillo militar que tras la victoria
de los nacionales se convirtió en cárcel, se fusiló entre 1939 y 1952 a 1,704 personas.31 Aunque la etapa más cruenta fue al final de la guerra civil y durante los primeros
años de la posguerra, no había pasado tanto tiempo desde que tuvieron lugar los últimos
fusilamientos en este emplazamiento.
El gesto de Sobrer se presenta como un antídoto contra la desmemoria que acechaba
los años de la bonanza económica propia de los últimos tiempos de la dictadura. Pero
la Dansa de l'afusellament no puede verse únicamente como una apelación a la memoria histórica, pues la represión
era todavía una realidad, y los fusilamientos, aunque habían dejado de estar a la
orden del día, representaban una amenaza palpable, como se constataría algunos años
después.32
Mediante la acción, el artista fija la violencia del régimen franquista en el espacio
público, la reconoce; la cita y la repite para evitar que la historia reciente de
un lugar concreto (el Poble Nou) se borre y caiga en el olvido.
En este sentido, la Dansa de l'afusellament subraya que toda acción performática siempre posee resonancias locales y contextuales.
El gesto corporal de Sobrer perturba la cotidianeidad de la dictadura a la vez que
apela a la historia más reciente del barrio. Es una forma de ruptura del silencio,
un no hablar a la vez que se habla. Porque cuando el lenguaje deviene acto y se materializa
a través del cuerpo, normalmente dice más de lo que pretende decir. En el interior
de un contexto dictatorial, en el que existe un exhaustivo control sobre los discursos,
los espacios y los ciudadanos, ciertos aspectos del cuerpo son susceptibles de escapar
a este control.
La Dansa de l'afusellament se inserta en un espacio y un momento concretos, en los que habían sucedido y estaban
sucediendo una serie de acontecimientos que determinaron forzosamente las implicaciones
que tiene la puesta en escena de esta acción. La historia del Poble Nou queda irremediablemente
fijada a ella y al cuerpo de Sobrer como significante capaz de acoger en sí múltiples
significados.
Sin duda 1966 fue un año representativo para la resistencia antifranquista en Barcelona.
Durante el mes de marzo, el Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad
de Barcelona, que era una organización clandestina, convocó a una asamblea en el convento
de la orden de los Capuchinos en el barrio de Sarriá. El edificio fue inmediatamente
sitiado por las fuerzas de seguridad, lo que derivó en un encierro de resistencia
que duró más de 72 horas, hasta que la policía irrumpió en el recinto. Conocido como
La Capuchinada, el suceso tuvo un fuerte eco en la sociedad del momento. Los partidarios
del régimen se indignaron por el apoyo brindado por la Iglesia a los disidentes, la
izquierda lo celebró como un paso más en la lucha contra el franquismo y la presencia
policial en la ciudad aumentó considerablemente.
Recordar La Capuchinada sirve para contextualizar la acción callejera de Sobrer, para
insertarla en un espacio compartido con otras voces disidentes también acostumbradas
a transitar por los bordes del silencio, y a utilizarlo como referente desde el cual
proponer estrategias para decir aquello que no se podía decir. El gesto de reunirse
o de encerrarse son comparables al de aparecer sin hablar, al gesto que deja al cuerpo
hablar sin voz.
Lo que la acción de Sobrer convoca es algo que ya está ahí, él simplemente lo encarna,
y de este modo la represión se materializa en su cuerpo, un cuerpo que cita a todos
aquellos cuerpos fusilados que lo precedieron, pero también a los que lo sucederán.
El acto y el gesto fijan el cuerpo a una pared del Poble Nou, y a su vez quedan fijados
en las fotografías que documentan la acción. La cita al fusilamiento adquiere hoy
nuevas connotaciones derivadas de los debates sobre la memoria histórica acaecidos
en España durante los últimos años. En este sentido, el gesto de Sobrer vuelve a citarse,
y plantea una pregunta sobre sus implicaciones en el contexto y en la coyuntura actuales:
¿qué implica hacer aparecer estas acciones, estos cuerpos, en el momento de la España
de hoy? Recuperarlas por medio de fragmentos, de metonimias, de testimonios, hace
aparecer aquello que desde el momento en que apareció, por su propia constitución,
ya estaba destinado a desaparecer. No puede negarse que su aparición convoca toda
una serie de cuestiones políticas y aboga por el reconocimiento de todo aquello que
el franquismo y la transición continuista silenciaron e hicieron desaparecer.
Las acciones analizadas comparten una voluntad de abordar las posibilidades de juego
y resistencia que se esconden en el interior de un espacio fuertemente controlado.
La alteración de los usos normativos del cuerpo es capaz de instaurar tipos de presencia
diferentes, de dar cuenta de nuevas experiencias y de inaugurar espacios liminares
de posibilidad.
Es el campo de lo artístico el que permite fundar visualidades periféricas. Inventar
estrategias que sirvan para proponer nuevas imágenes, nuevas presencias, nuevas re-presentaciones.
Estrategias que hacen posible fundar nuevos lugares desde los que se pueda proponer
lo imposible en otros. Estrategias estéticas que posibilitan ir más allá de la evidencia
y del aparato representacional dominante. Porque como bien señala Ludmer, la estrategia,
o la treta (típica táctica del débil), "consiste en que, desde el lugar asignado y
aceptado, se cambia no sólo el sentido de ese lugar, sino el sentido mismo de lo que
se instaura en él."33