Anexo documental
"Echave el mozo", por David Alfaro Siqueiros29
Aprovecharé esta oportunidad para dar mi opinión sobre lo que yo llamo "el colonialismo
de la pintura mexicana de los siglos XVII y XVIII".
Baltasar de Echave y Rioja, llamado "'Echave el Mozo", para diferenciarlo de su padre
el pintor Baltasar de Echave Ibía y de su abuelo Baltasar de Echave Orio, llamado
"Echave el Viejo" (según los incompletos informes que existen), nació en la ciudad
de México el año de 1632. Fue bautizado el 30 de octubre de ese mismo año. Se casó
con la señora Ana del Castillo. Murió a la edad de cincuenta años, el 14 de enero
de 1682.
Pocas obras de este pintor existen en México, debido a que la mayor parte de su producción
fue posteriormente enviada a España, por su semejanza con los cuadros españoles que
como tales han sido vendidos y llevados al extranjero, según los historiadores del
arte colonial.
¿Qué es lo que yo quiero decir con la afirmación que encabeza esta nota? Quiero decir
que la pintura mexicana de la colonia fue una pintura dependiente, una transcripción
"mecánica" del arte de la metrópoli, a través de la cual recibió además las influencias
del Renacimiento italiano. Considero que la pintura colonial mexicana careció por
esa razón de personalidad y de ahí que su repercusión no haya tenido fuerza internacional.
Sus autores, muchos de ellos hombres de enorme talento, todos sabios artesanos del
oficio material de la pintura, no consiguieron, sin embargo, asimilando convenientemente
las influencias europeas, rematar su esfuerzo con una aportación creadora, equivalencia
y síntesis del país en que vivían, que le hubiera dado a la pintura mexicana de entonces
la beligerancia mundial de que carece.
El Dr. Lucio, en un opúsculo titulado "Reseña Histórica de la Pintura Mexicana", que
fue publicado en 1864, sostiene que México fue, durante la colonia, el mejor taller
del mundo para la fabricación de copias de las obras maestras del arte europeo, destinadas
para la exportación. Esto explica en parte la causa del fenómeno, aunque también podría
esclarecerlo la naturaleza social de la propia época.
La pintura que se reproduce es un fragmento del conjunto central de la obra ejecutada
por este maestro para la Sacristía de la Catedral de Puebla, y tiene por lema "El
Triunfo de la Iglesia". Se trata de una habilísima copia de dos láminas de Rubens,
que fueron propiedad de don Alejandro Ruiz (según don Manuel G. Revilla, "El Arte
en México"). El autor hizo en su reproducción monumental algunas modificaciones apreciables
y le dio el color que consideró independientemente apropiado.
"Echave el Mozo", a través de la obra reproducida, es un buen ejemplo de la característica
que antes señalamos, y debe ser motivo de meditación por parte de aquellos artistas
contemporáneos que juzguen el valor del arte mediante el análisis de una obra aislada,
como valor intrínseco autónomo (método académico) y no por la aportación creadora
que el esfuerzo artístico, de una época determinada, dé en su conjunto.
Lo antes expuesto no niega, naturalmente, la importancia de la pintura colonial mexicana
como el movimiento más trascendental y definitivo de toda la América Colonial Española.
"Peeter Jansz Pourbus El Viejo", por Carlos Mérida30
Nació en Gouda (Holanda), hacia 1510, el fundador de esta familia de pintores flamencos.
Murió en Brujas en 1584, ciudad en la que se había establecido desde 1538. Fue discípulo
de Lancelot Blondel. Se casó con una hija de su maestro. En 1556 retoca El Juicio Final, de Jean Prevost. En 1560 pinta para la Sala de Fiestas del Hotel de Ville, los retratos
de Carlos V y Felipe II. Sus obras principales se encuentran en los museos de Ámsterdam,
Brujas, Bruselas, Chantilly, Londres, Estocolmo, Estuttgart, Viena. Fueron sus discípulos:
su hijo Franz Pourbus I, Antonio Claessens y Hubin Bover. Comparado a los grandes
Primitivos -a los Van Eyck, Van der Weyden, Memling-, Pourbus el Viejo es un honrado
maestro. Pintó asuntos religiosos y retratos. Su nombre perdura, sobre todo, por sus
retratos, entre los cuales hay muchos excelentes.
Nunca fue a Italia, ni parece avasalladora la influencia italiana en sus retratos.
Vivió en una de las ciudades más bellas e importantes de Flandes, durante una época
insigne de esta región de Europa que fue el corazón del Imperio de Carlos V. Amberes
era el primer puerto del mundo (superior a Venecia y a Londres), y Brujas -puerto
también entonces- era uno de los centros principales del arte, de la industria y del
comercio. Los retratos de Pourbus el Viejo parecen estar más dentro de la Escuela
de Holbein, creador y maestro excelente de esa tradición respetuosa del carácter individual.
Sus obras tienen gran dignidad y nos recuerdan todavía el apogeo de los Primitivos
cuando ya Flandes se despedazaba en sus luchas por la Independencia y la Reforma.
Los retratos admirables pintados por Peeter Jansz Pourbus, el Viejo -como los pintados
por Mabuse, Mostaert, Van Orley, Juan Van Cleve, los dos Mierevelt- tienen semejanza
con las obras de los castellanos Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz, que fueron discípulos
de Antonio Moro, el holandés españolizado. Juan Van Eyck viene a Castilla poco después
de haber terminado una de las obras maestras de la pintura universal "El Cordero Místico",
que se conserva en Gante y ejerce definitiva influencia sobre el catalán Luis Dalmau.
¿No despierta España por la influencia de sus vencidos: anexión de Flandes, guerra
con Francia, conquista de Italia? Así, en este excelente retrato de la Princesa Isabel
María, que pertenece a la Colección particular del Ingeniero Alberto J. Pani, encontramos,
como es natural, no sé qué que nos recuerda la severidad castellana y la delicadeza
pulcra de los donantes de Memling.
"Alvise Vivarini", por Carlos Orozco Romero31
De la bizantina tradición ornamental, Venecia pasó a ser cuna de una de las más floridas
Escuelas de Pintura del Renacimiento, hacia la segunda mitad del Siglo XV, bajo las
influencias diversas de Siena y de Florencia, a través de Gentile da Fabriano, de
Vittore Pisanello, de Antonello de Messina y de la Escuela de Padua, con el gran Mantegna.
Dos centros surgen en Venecia: en la propia Ciudad, con la Familia Bellini, fundada
por Jacobo -familia varias veces ilustre- y en la Isla de Murano, con la Familia de
los Vivarini, también de considerable importancia. El pintor más notable de la Escuela
de Murano, fundada por Antonio Vivarini, fue Alvise Vivarini, nacido hacia 1446 y
muerto hacia 1502.
La Escuela fundada por Jacobo Bellini y la Escuela de Murano dieron a la pintura veneciana
su verdadera profundidad plástica y la liberaron de su tendencia ornamental y complementaria.
A partir de ellos, el arte veneciano refleja la inquietud social, las guerras casi
permanentes, las revueltas y transformaciones de la vida opulenta y poderosa de Venecia.
La biografía de la más hermosa de las ciudades se puede seguir en la gloria de su
pintura. El arte siempre es una expresión de la inquietud colectiva: de la vida externa
y de la vida íntima, y hasta de la vida secreta y recóndita del pueblo que lo engendra.
Venecia da el concepto a esta pintura luminosa, jocunda, llena de imaginación y halago
a los sentidos. Iniciadores y maestros, los Bellini y los Vivarini, hacen surgir una
expresión nueva al buscar elementos constructivos en la propia naturaleza, al mismo
tiempo que logran notables perfeccionamientos técnicos en el empleo de la pintura
al óleo, acaso traída de Flandes por Antoniello de Messina.
Alvise Vivarini, maestro en el retrato, como buen discípulo del autor del retrato
de "El Condottiero", que se conserva en el Museo del Louvre, y, también conocedor
excelente de la enseñanza de Gentile da Fabriano y de la tradición lapidaria del Pisanello,
no fue menos grande en su pintura religiosa. Notable fue su influencia: entre sus
discípulos se cuentan artistas importantes: Cima de Conegliano, Marcos Basaiti, Bartolomé
Montagna, Lorenzo Lotto...
¡Qué excelente muestra de su talento es el óleo que reproducimos -San Francisco de
Asís- de la Colección del Ingeniero Alberto J. Pani! Difícil es precisar el encanto
de esta obra: el paisaje lejano, de inmenso cielo diáfano, hace sobresalir, con fervor
infinito, la imagen preciosa del Cristo medieval: noble cabeza y manos trágicas, delicadas
y perfectas, entre un juego de paños tan sobrios y expresivos como las manos mismas,
todo dentro de un ritmo organizado hasta en sus detalles mínimos.
"Ovens Juriane", por Roberto Montenegro32
Pintor de historia, retratista y grabador, nace en Holstein en el año de 1623. Llega
a Ámsterdam en 1642 donde recibe el derecho de ciudadanía, siendo discípulo de Rembrandt.
En 1654 acompaña a la novia del Rey Carlos, hija del Duque de Holstein Goltorp, a
Estocolmo y vuelve dos años más tarde a causa de la guerra entre Suecia y Dinamarca.
En Ámsterdam trabaja con Flinck y termina un cuadro de este pintor en el Hotel de
Ville.
En 1663 llega a Schleswig como pintor de la corte del Duque Christian Albert de Holstein
Goltorp, donde trabaja en murales y plafones del castillo. Expulsado por la guerra,
se establece definitivamente en Friedrichstadt.
Graba retratos de personajes célebres y actualmente pueden verse sus cuadros y sus
retratos en algunos de los principales museos de Europa.
Pintor de cuadros históricos y de retratos pudo sustraerse a la influencia de su maestro;
para adquirir la de Van Dyck y la de Jordaens, y al fin fragua su personalidad cuando
se establece en Amsterdam pintando retratos de personajes de la corte. Cuaja su carácter
en la fiesta sombría de los fondos, iluminando las carnes, las telas y los encajes.
Aprovecha las poses teatrales de Van Dyck y los conocimientos de la técnica de Jordaens
alimentada por la fuerza pictórica de Rubens. Realiza con ardor heroico sus murales
históricos y a sus retratos supo dar cierta profundidad espiritual ungida de elegancia
y de nobleza.
Vemos en este retrato del personaje desconocido que pertenece a la colección Pani,
la gracia de la pose, y en la mano llena de luz está el gesto inactivo, más para mostrar
la elegancia de la línea que para ejecutar cualquier acción.
Con la mise en scène de los fondos para sus retratos, y cierta simplicidad asociada a su pintura delicada,
ausente de toda fantasía, nuestro pintor colecciona hechos históricos por mandato
de sus superiores y dentro de la moda que gusta, obtiene el éxito que se merece, gracias
a su fuerza técnica, a la construcción académica y forzada de sus composiciones, al
equilibrio de sus tonos y a la elegancia de sus actitudes plásticas.
Su pintura sensual acusa una personalidad que, en apariencia frivola, inquieta al
subrayar la psicología profunda y humana de su obra.
Muere lleno de honores y riquezas, en Friedrichstadt el 7 de diciembre de 1678.
"Francisco Goitia", por Carlos Mérida33
Si con atención vemos, dos, tres fechas de la vida de Francisco Goitia, percibiremos
también en esa vida el irreductible carácter mexicano, En 1904, a los veinte años,
Goitia está en Europa realizando el sueño soñado en su Zacatecas nativa: nuevos horizontes
para revelar la fuerza que no sabía entonces cómo expresar.
Después de ocho años vividos en España y en Italia, Francisco Goitia vuelve a México,
en 1912. Goitia se incorpora a la revolución cuyas filas no ha abandonado nunca.
Con la experiencia social que da la vida y la lucha, con lo mexicano más enraizado
y más ágil a la vez, y con la enseñanza de Europa sirviéndole para fijar una expresión
propia, Francisco Goitia que trabajó con el Dr. Gamio en el admirable experimento
de San Juan Teotihuacán, pinta, durante esos años, sus mejores obras.
La amargura de Goitia, que a veces nos recuerda algo del espíritu de José Clemente
Orozco, está impregnada, directamente, de su contacto con la vida del pueblo. Como
Orozco, Francisco Goitia ha sido un hombre que ha sabido olvidarse de los demás para
recordarse profundamente de sí mismo. Su pintura, sombría por la temática y luminosa
por su fuerza lírica, posee también ese acento de veracidad, de autenticidad que le
consagra como uno de los intérpretes plásticos de la revolución.
La obra y la vida de Francisco Goitia tienen la misma distinción, el mismo fraternal
orgullo. Alejado por completo de la feria de vanidades que es la vida de los artistas
pequeños en las ciudades grandes, Francisco Goitia, en su soledad preciosa, ha pintado
obras como "Tata Jesucristo" -que reproducimos-, uno de los más acabados ejemplos
de su talento.
"C. Orozco Romero", por David Alfaro Siqueiros34
La buena pintura, como todo arte, es síntesis de elementos contradictorios. De elementos
opuestos que se excluyen entre sí y que, sin embargo, se engranan y coordinan. Es
el ritmo de lo sincopado; es el maravilloso fruto que nace de un patético choque;
es el tejido, la fusión musical de lo que es terso con lo que es áspero; es la recta
que se estrella contra la curva y luego se quiebra en ángulos; y es, sobre todo, la
estimulante y activa superposición de la física y la metafísica. Esto es: del mundo
exterior y del mundo interior; de lo que se mira y palpa y de lo que, existiendo,
"no existe" ni se mira. Mejor dicho: la coexistencia, la simultaneidad del oficio
y del "misterio". Recuérdense las obras de todos los buenos pintores, y se encontrará
invariablemente tal fenómeno: el Masaccio, por ejemplo. La pintura de Miguel Ángel,
en cambio, era puramente física. Más espectacular y ampulosa, pero indudablemente
de calidad inferior.
En la obra de Carlos Orozco Romero hay innegablemente, más que en muchos de los pintores
consagrados de México, ese conflicto que es engranaje de valores encontrados y al
cual me he referido antes. Siente la contradicción armónica de las texturas opuestas;
revuelve y agita igualmente lo terso con lo áspero; y mezcla lo agrio con la miel
para que ésta sea más miel y lo agrio más agrio. Y en esto está en realidad su valor:
lo objetivo con lo subjetivo, el nexo de la creación intocable con la materia del
oficio.
Buena prueba de ese combate de contradicciones es la "Cabeza de Mujer", que ahora
se publica. Dentro de lo limitado de la superficie, dentro de la precisión de la materia,
trabajada con gran amor, se adivina el hondo drama plástico que la anima hasta hacer
de ella un trozo de verdadera pintura realizado con el más auténtico aliento lírico.
"Antonio Ruiz", por Carlos Mérida35
Comienza el público a fijarse -poderoso personaje indefinible- en la obra de Antonio
Ruiz, pintor en plena madurez y producción, ya que sólo cuenta 40 años. Sus estudios
en la Academia Nacional de Bellas Artes acaso no signifiquen nada importante en su
vocación. Antonio Ruiz ha expuesto, en varias ocasiones, en los Estados Unidos y en
Europa. En 1926 vivió en California y trabajó en el montaje de "sets" cinematográficos.
Con estas experiencias se define en él uno de los aspectos más valiosos de su talento:
la escenografía. Se ha especializado en la plástica de teatro para niños.
En una breve nota no es posible explicar con precisión su mexicanismo sin resabios
folklóricos, lleno de encanto y de gracia. Su pintura se mantiene fiel a la tradición
del retablo mexicano, por su pasión por el detalle, por lo acabado de su factura,
por su dimensión manual que exige el dibujo exacto y un dominio grande del oficio.
Pero sería la tradición culta, más bien que la verdaderamente popular, en donde hay
un abandono infalsificable que Antonio Ruiz no busca nunca. Las pequeñas grandes obras
de Ruiz están pintadas con la misma preciosidad de los mejores maestros de los siglos
XVIII y XIX, anónimos en su mayor parte, que retrataron a nuestros abuelos.
El cuadro que hoy publica el Boletín Carta Blanca es un buen ejemplo de su labor. En él podemos sentir el mexicanismo del pintor, su
talento original, y podemos admirar, a la vez, la habilidad y la gracia que le son
peculiares. "Desfile" encierra, en efecto, su humor, su fina ironía, su pasión por
el detalle, elementos ajustados cuidadosamente como los engranajes de una relojería
primorosa.
Toda la obra de Antonio Ruiz se distingue por su dibujo incisivo y sin vacilaciones,
por su composición llena de movimiento, por su observación costumbrista, elementos
en los cuales obtiene siempre una creación verdadera.
"Eugenio Landesio", por Carlos Mérida36
Eugenio Landesio, el gran paisajista italiano, llegó a México en 1855, llamado por
Clavé, para impartir enseñanzas artísticas en la Academia Nacional de Bellas Artes,
de la cual era director.
La obra de Landesio ya nos era conocida por haberse exhibido, con anterioridad a su
llegada, buena parte de sus excelentes paisajes romanos, uno de los cuales se conserva
en las Galerías del Palacio de las Bellas Artes.
Por espacio de diez y nueve años, el artista dio clases de perspectiva, -materia que
conocía a la perfección-, de ornato y de paisaje. Su ejemplo creó una escuela en la
que florecieron discípulos tan eminentes como José María Velasco, Luis Coto, José
Jiménez y Javier Álvarez.
El arte de Eugenio Landesio sufrió un cambio radical al tener contacto con la luz
del Valle de México. De las coloraciones calientes de sus cuadros romanos, pasa a
la claridad tamizada y fría de la altiplanicie, característica que se hizo todavía
más sutil y más insistente en la pintura de su auténtico sucesor: José María Velasco.
Landesio realizó obra copiosa en el país. Pintó cuadros de historia mexicana y una
larga serie de paisajes, de los cuales, desgraciadamente, pocos se conservan en nuestra
pinacoteca. Nos dejó un relato descriptivo de una excursión al Popocatépetl y a las
Grutas de Cacahuamilpa, relato que ilustró con dibujos propios y con litografías de
su discípulo Velasco.
Para Landesio, hijo espiritual de Claudio Lorena, el paisaje no constituía sino el
digno marco de la figura. En toda su obra se observa tal peculiaridad. También es
característico en la obra de Landesio el modo concreto de tratar sus motivos: todos
los elementos que intervienen, inclusive las lejanías, tienen dibujo preciso.
En la obra de José María Velasco, la figura ya no constituye parte orgánica del cuadro
sino elemento afín al paisaje mismo. Nuestro gran viejo, al realizar sus maravillosas
semblanzas plásticas del Valle de México, con esa personalísima concepción espacial
que hizo su gloria y que dio tan acusada coloración a la escuela mexicana del paisaje,
ya no se interesó en dar a los detalles carácter definido.
El cuadro "Chimalistac" -que aquí se reproduce- es una obra representativa del talento
de Landesio en su manera mexicana. El tratamiento compacto de la materia, untuosa
y fluida, el dibujo acusado y concreto, la coloración transparente y el grupo de figuras
en los primeros términos, nos ofrece un ejemplo típico, no sólo de la época sino de
la escuela. Landesio regresó a Europa en 1877, y murió en París dos años después.
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